17/10/18


Adoro el cine de terror. Pero el problema es que el género se rige por unas normas tan bien definidas que cada vez resulta más difícil hacer algo que sea original o interesante y que no te suene a algo que hayas visto mil veces antes. Y en el subgénero de los zombis, el problema se multiplica por cinco (¿cuántas veces vamos a asistir a una invasión de muertos vivientes sin acabar un poco aburridos?)

"La noche devoró al mundo" comienza como cualquier otra película de muertos vivientes. Un joven  músico se presenta en casa de su ex novia, que está dando una fiesta, para recuperar unas cintas que la chica se llevó por error. Al final, mientras espera, se queda dormido en el salón. Y cuando se despierta descubre que el mundo ha cambiado para siempre y que los seres humanos, como él, ya son cosa del pasado.



Como ven, el argumento no aporta nada nuevo. Pero lo que viene a continuación sí. Pocas veces se ha reflejado tan bien en la gran pantalla el sentimiento de soledad, la sensación de saber que pase lo que pase, tu vida jamás volverá a ser lo que era. La impotencia, la tristeza, el dolor del superviviente.

Muchas películas de zombis ponen el énfasis en los esfuerzos de los protagonistas por sobrevivir. En los peligros que conlleva la situación, lo fácil que resulta acabar infectado, lo duro que es sobrevivir en un mundo lleno de enemigos que nunca se cansan. Incluso en las propuestas algo más reflexivas como podrían ser "Train to Busan" o la serie "The walking dead", por poner algunos ejemplos (me refiero a historias que intentan profundizar en los sentimientos de sus protagonistas), la trama siempre está salpicada con escenas espectaculares de ataques de muertos vivientes, rápidos o lentos, que hay que esquivar como sea.


Pues bien, "La noche devoró al mundo" nada en sentido contrario. Huye de cualquier atisbo de espectacularidad presentándonos a un protagonista lo suficientemente listo como para evitar cualquier situación de riesgo. Es posiblemente la persona más preparada para un apocalipsis zombi que he visto en mucho tiempo. Sensato, cauto y poco amigo de ponerse en peligro.

Precisamente este planteamiento es lo que permite que la película evolucione de un modo tan interesante, porque poco a poco asistimos a la desintegración de su cordura. Nuestro protagonista, Sam, cada vez va corriendo más riesgos. Pero no porque de pronto se vuelva estúpido, sino porque termina descubriendo que hay un destino peor que la muerte: la soledad. Esto queda de manifiesto en la desgarradora secuencia en la que Sam, que ha logrado que los muertos vivientes se dispersen, comienza a hacer ruido volviendo a llamar su atención. Porque al final, por triste que resulte, es preferible la compañía de los zombis que el silencio.


Hablaba antes de las películas de zombis como espectáculo. Están genial, a mí me encantan, pero lo fían todo al subidón de adrenalina. Al ser capaz de matar a los enemigos y seguir vivo. Perfecto, pero ¿y luego qué? Pues esa es la pregunta que se hace "La noche devoró al mundo". ¿Qué ocurre cuando somos tan astutos de sobrevivir al apocalipsis zombi sólo para descubrir que nadie más lo ha hecho? ¿Merece la pena vivir así, aislado, viendo cómo pasan los días? ¿A eso se le puede llamar vivir?

Es curioso que, sin ser una adaptación de la historia de Richard Matheson, "La noche devoró el mundo" logra transmitir mejor el espíritu de la novela "Soy leyenda" que cualquiera de las películas oficiales que se han hecho sobre el libro. Porque al final, aunque como seres humanos que somos empaticemos con el protagonista, tenemos que terminar asumiendo que en ese nuevo mundo él es el monstruo. El diferente. La nota discordante.


La película no sería lo mismo sin el papelón que se marca Anders Danielsen Lie, bien secundado por ese monstruo de la interpretación que es Denis Lavant, compañero y cómplice silencioso (y zombi) del protagonista, al estilo de lo que sucedía con Wilson en "Naúfrago" (sólo que en la peli de Tom Hanks no había ningún riesgo de que la pelota de voleibol acabara mordiendo a su amigo, y aquí sí). A través de los ojos de Anders vamos asistiendo a un amplio espectro de emociones, que van desde el miedo inicial a la concentración, las ansias de sobrevivir, la desesperación, la tristeza y una decisión final consecuente con todo lo que se nos ha mostrado hasta el momento.

Estamos ante una película intimista, lenta a ratos (dicho sin que sea una crítica, ojo), pero que no decepcionará a los espectadores que quieran profundizar en cómo debe ser realmente vivir una invasión zombi. Menos acción, menos diversión, mucha más tristeza. Era necesaria una película así. Porque al final lo que se cuenta aquí da mucho más miedo que las hordas de infectados que campan en las grandes superproducciones.